lunes, enero 02, 2012

El nacimiento de Almudena

Hacía ya cuatro semanas que había perdido el tapón mucoso y que habían comenzado los episodios de contracciones, también llamados pre-partos o pródromos, también llamados partos falsos.

Habían pasado ya tres semanas desde que C., la obstetra, al revisarme detectara una dilatación de tres centímetros del cuello del útero. Y ya nos habíamos despedido del grupo del taller de parto y nacimiento.

Hacía ya dos semanas que la familia y los amigos llamaban preguntando cómo estábamos, si había alguna novedad, si nuestra hija había nacido. Y como no había nacido aún preguntaban cuándo nacería… como si tuviésemos esa respuesta...

Durante esas cuatro semanas mi cuerpo se fue preparando para el parto que habíamos decidido que fuese en nuestra casa. Esto siempre y cuando todo estuviera bien. En caso contrario iríamos a una institución, a un sanatorio.
En ese último tramo de la espera hubo momentos muy difíciles para Ernesto, mi compañero, y para mí porque las contracciones a veces se continuaban durante una hora, para luego detenerse y tiempo después recomenzar y volver a parar. ¡Era como si el parto se iniciara y luego se detuviera! Cada vez que un episodio así sucedía, la obstetra venía y nos controlaba a mí y a mi bebé para verificar que todo estaba bien. Mientras tanto, día a día, los huesos de mi cadera se abrían como una manzana partida. Cuando la cabecita de mi hija bajó más, el dolor fue grande. Era de noche y comprendí el desconcierto, el miedo y la ansiedad que una mujer puede sentir ante esa situación. Y comprendí también por qué las mujeres se apuran en salir corriendo al sanatorio. Yo no lo hice. Yo no salí corriendo al sanatorio porque estaba informada. En cambio llamamos a C., le contamos lo que pasaba y se hizo evidente que, aunque yo sintiera dolor, no estaba en trabajo de parto. Sabíamos que si en esas condiciones íbamos a un sanatorio –gestación a término, pródromos, bebé ubicado, dolor, tres centímetros de dilatación- me exponía a la posibilidad de que me dejaran internada, me hicieran un goteo con oxitocina sintética, me rompieran la bolsa y, como consecuencia, mi hija naciera cuando aún no estábamos preparadas.
Fue difícil, claro que sí. Hubo momentos de desánimo, de ansiedades y temores y también hubo dudas y contradicciones. Pero así como estaba decidida a esperar el tiempo que mi hija necesitara para nacer y parir en mi casa, también sentía tranquilidad al pensar que era posible cambiar de rumbo si hacía falta.
Por suerte, Ernesto y yo, todo pudimos conversarlo. Fue fundamental para los dos la contención y la presencia de C., la obstetra, y de su ayudante, la doula A. Ellas acudieron a cada llamado y fueron conteniéndonos a los dos y ayudándonos a avanzar en las decisiones, anteponiendo siempre nuestro deseo y la posibilidad de cambiar de rumbo. Pero estábamos mucho más que decididos: estábamos convencidos de que lo mejor para nosotros era parir en nuestra casa.
El último jueves de panza me reuní con Sofía, la mamá de Nina, que tenía fecha probable de parto para ese día. Conversamos sobre nuestras expectativas y confiábamos en que las bebés ultimarían los detalles para no coincidir en el día de nacimiento, ya que nos acompañaría el mismo equipo. Después Ernesto pasó a buscarme y cenamos en casa de sus padres con el resto de la familia. Allí, en el lavadero, nos bailamos un tanguito con nuestro pequeño sobrino como público.
Al día siguiente, viernes, hice una extensa sesión de antigimnasia guiada por Carmita. Salí con fuertes contracciones y mucha hambre. Así que compré algunas frutas y me fui a tomar un café con leche mientras esperaba que Ernesto pasara a buscarme.
A medida que pasaban los días se fueron disipando los fantasmas y el temor a no reconocer cuando el trabajo de parto se iniciara. Esa noche las contracciones se hicieron más fuertes y empecé a perder un líquido transparente con cierta consistencia viscosa, que en un primer momento creímos que era líquido amniótico y luego supimos que era parte aún del tapón mucoso. Eran las dos de la madrugada y queríamos escaparle a la ansiedad, así que Ernesto me propuso salir a dar una vuelta en el auto. Recuerdo que luego de vestirme me sentí cansada. Dudamos de salir. Pero finalmente junté fuerzas, no quería que después me ganara la ansiedad de la espera. Las contracciones seguían. Salimos, paramos en un kiosco y compramos golosinas y algo para tomar. Dimos vueltas hasta las cuatro, teníamos ganas de seguir pero hacía mucho frío y los baches de las calles no daban tregua.
A la mañana siguiente, sábado, llamamos temprano a C. para comentarle cómo iba todo. Dormíamos de a ratos. Estaba nublado, hacía frío.
Era una mañana hermosa. Ernesto logró dormirse, tenía que juntar fuerzas para lo que ya sabíamos estaba cerca. Me levanté y me puse a limpiar la terraza. Deseché plantas secas. Puse plantines con flores coloridas, allí, en el pasillo y en el patio, para recibir a nuestra hija. A media mañana C. vino a casa, tomamos unos mates, charlamos, me tomó la presión y escuchamos los latidos de la bebé. Todo estaba más que bien.

Era la víspera del día del padre. Semana 42 de gestación. Cerca de las cuatro de la madrugada, estaba durmiendo y empecé a sentir contracciones. Como habíamos tenido muchas falsas alarmas, me dediqué a dormir en los intervalos entre cada contracción. A eso de las cinco ya me sentía muy incómoda en la cama. Entonces me metí en la ducha sentada en el banquito de parto para relajarme. Lejos de aflojar, las contracciones se hacían cada vez más fuertes.
Ernesto iba observándome sin hablar. Él contaba el tiempo. Cerca de las siete llamó a C. El trabajo de parto había comenzado. Las contracciones ya no se detenían. En ese momento me puse de pie en la ducha. Sentía deseos de sumergirme en la pileta de parto pero tenía que esperar a C. para estar segura de haber superado los cinco centímetros de dilatación. De lo contrario, si me sumergía, el trabajo de parto podría lentificarse o incluso detenerse. Así que me dediqué a alternar posiciones bajo la ducha caliente. En un momento tuve deseos de estar en cuclillas y así lo hice. Entonces sentí algo que bajaba por mi vagina y vi asomarse un pequeño globo blanco que enseguida estalló en mi mano. Era la bolsa de las aguas. Serían cerca de las ocho de la mañana. Ernesto vuelve a llamar a C., que estaba ya en camino, para avisarle cómo íbamos.
Yo sentía que mi bebé estaba ya muy baja y que empujaba para salir, quería ayudarla y cometí el error de hacer fuerza… Cuando C., la obstetra, llegó ya estábamos en nueve centímetros de dilatación. Pero como había estado haciendo fuerza antes del momento adecuado el cuello del útero presentaba una pequeña inflamación. De manera que me pidió que no hiciera fuerza, que respirara intensamente durante las contracciones hasta que pudiera meterme al agua. Y eso era lo único que quería en ese momento: sumergirme. La pileta estaba lista, sólo que habíamos confundido la temperatura y el agua estaba fría, así que hubo que volver a llenarla con agua a 37 grados.
Cuando ingresé a la pileta había perdido la noción del tiempo. La habitación estaba en penumbras para favorecer a mi cuerpo en la producción de oxitocina.
Antes de salir de la ducha, C. vuelve a revisarme y me dice que estoy por alcanzar la dilatación completa, pero que el borde del cuello seguía inflamado y me advierte que para revertirlo no tenía que pujar ni hacer fuerza. Sabíamos que si la inflamación no cedía, las cosas podían complicarse.
Al entrar en el agua me sentí en trance, adormecida. Tomé la manguera con agua caliente y puse el chorro sobre mi vientre, cerca del ombligo. Empecé a adormecerme boca arriba contra el borde de la pileta con el objetivo en mi cabeza: desinflamar el cuello del útero.
No sé cuánto tiempo pasó, calculo que dos horas. Mientras, cada tanto escuchábamos los latidos de la bebé. Ernesto, C. y A. se turnaban para acompañarme y controlar la temperatura del agua. Cuando llegaba una contracción fuerte les avisaba para que me ayudaran a no pujar. Trataba de no pensar en el alrededor, para que nada me sacara del trance. La música me ayudaba.
En algún momento me di cuenta que Ernesto estaba dando vueltas por la casa. Después supe que iba y venía, fumaba, tomaba mate. Yo sentía que nuestra hija estaba por llegar y deseaba que él estuviera a mi lado. Me había expresado su deseo de estar presente cuando eso sucediera, yo lo veía pasar, nervioso... Le pedí que entrara a la pileta conmigo y lo hizo. Me sentí reconfortada. Él me abrazaba por la espalda. Le pedí a A. que me trajera leche, me trajo un vaso grande que bebí de un sorbo y enseguida me tomé otro.
Cerca de la una y media, más o menos, C. nos dice que ya estamos en dilatación completa, que pasó la inflamación. Ahí sentí tanto alivio... y me di cuenta de que ya no sentía dolor. Tenía una sensación fuerte, pero no dolor. Ante la feliz noticia nos relajamos y reímos. Ernesto salió del agua para ir al baño. Al regresar me trajo un poco de fiambre y queso, sin pan, que rechacé. Sentía deseos de comer algo más fácil de digerir. Le pedí que me trajera una naranja con queso crema. Lo único que yo podía hacer era descansar, me resultaba muy difícil coordinar el movimiento de mis manos para agarrar las cosas, mi energía estaba entera a disposición del nacimiento de mi hija. Así que él me dio de comer en la boca. Después volvió a sumergirse conmigo.
Yo alternaba posiciones: en cuclillas, sentada, en cuatro patas. A. me echaba agua caliente en la espalda con un jarrito. C. me preguntó si quería salir del agua para el expulsivo, le dije que no. Al ratito tuve ganas de pujar, lo expresé y me dijo que podía hacerlo. Teníamos puesta música, cantábamos, yo le hablaba mucho a Almudena (hablé mucho en general, además de gritar) y así, iba también pujando. Mi hija subía y bajaba por el canal de parto, se asomaba y entraba de nuevo. C. me acercaba mi mano para que tocara su cabecita y eso me gustaba mucho, pero también me generaba mucha ansiedad. Yo seguía alternando posturas. Estaba de rodillas cuando sentí el círculo de fuego, la cabecita de mi hija me quemaba. Hermosura.
Finalmente, Ernesto estaba en el agua conmigo, yo en cuclillas, reclinada sobre su cuerpo, él abrazándome, atrás, sosteniéndome. C. me avisa que ya llega, que una vez que salga la cabecita es preciso que contenga un instante el pujo para no desgarrarme cuando salgan los hombros. No me hace episiotomía.

Nace Almudena. La recibe C. y enseguida la coloca sobre mi pecho. Mi hija y yo nos miramos. Sus ojos oscurísimos miraron enseguida también a su papá, que nos abrazaba. En silencio, sin llanto. Al ratito, ella estornuda, hace un ruidito. Respira. Nos incorporamos para salir del agua y cuando estoy por salir de la pileta, cae la placenta. Ahora, Almudena llora. Salimos y me siento en el banquito. C. examina que la placenta esté entera se la muestra a Ernesto y él corta el cordón. Nos secamos, nos acostamos abrazados los tres. Almudena toma teta un ratito. C. y A. ordenan y limpian la casa rápidamente (sacan los plásticos y ponen telas y toallas), preparan el almuerzo que habíamos dejado hecho.
Entonces me doy un baño, la bebé se queda con su papá. A. me acompaña en la ducha.
Almorzamos los cinco (Almudena en la teta). Brindamos.
Después del almuerzo C. me revisa y constata lo que ya sospechaba: no hay desgarros, el periné está íntegro.
Limpio a la bebé que ya hizo caca y que sigue haciendo mientras la cambio. Después, C. la revisa con calma y la pesa en una balanza cálida de tela suave. Luego le damos la vitamina k por boca. Mi hijita está despierta y tranquila, no llora.
Completamos entonces los papeles para el registro civil y nos dan las últimas recomendaciones antes de irse.
Ernesto, Almudena y yo nos quedamos abrazados.

El camino al nacimiento de Almudena duró 42 semanas. La fecha probable de parto era el 6 de junio. Nació el domingo 19 de junio de 2011, día del padre, después de aproximadamente diez horas de trabajo de parto, sin suero, sin cortes, sin sondas, sin pinchazos, con respeto, rodeada de amor y de armonía.