lunes, diciembre 14, 2009

Un libro de Alicia...

El pasado día 29 de octubre, la poeta Alicia Salinas (Rosario, 1976) me hizo partícipe de la presentación de su nuevo libro: "Gallina ciega" (Rosario, Editorial Ciudad Gótica). Alicia y yo somos amigas desde hace mucho tiempo, calculo que desde hace al menos diez años, y las dos somos amigas de Paula Alzugaray. Así que aquel día -aquella noche, para más precisiones- estábamos las tres compartiendo el lanzamiento del libro muy emocionadas. Ali me había pedido que dijera algo, lo que yo quisiera sobre su poesía. La emoción y la cercanía no son buenas compañeras en ocasiones así, y doy fe que a Paula también le pasó; incluso nos reunimos para compartir la lectura de este conmovedor conjunto. Por todo ello, el breve texto que escribí no se despega de sus poemas y algunos transcribo. Aquí va la intervención completa:


"Entre los libros de Alicia Salinas, pasó el tiempo, con él, el cuerpo de su escritura. La maduración, acompañada por el juego, volvió a tomar forma y hoy nos convoca. Estoy aquí para cumplir una promesa: la de acompañar a Alicia hoy. Le prometí que estaría presente cuando, ya mareada, entre la multitud y cegada por la venda, se acercara a cada uno de nosotros para tantear los rostros, las ropas, sentir los olores próximos. Le prometí que estaría cerca, que encontraría al menos una cara amiga. Jugamos a estar ciegos en la infancia… Adivinamos quién está enfrente… Ya adultos, nos cegamos ante un amante… jugando en la intimidad… A veces, aún sin vendas, pisamos a tientas… Tratamos de descubrir… la ciudad, nuestra casa, el territorio que habitamos.

Desde que Alicia Salinas me pidió que compartiera con Paula Alzugaray esta presentación he leído una y otra vez los poemas de Gallina Ciega. Me resulta difícil tomar distancia de ellos por varios motivos: el primero, es la amistad con su autora, el segundo es que me encanta este libro, el tercero es la identificación con las temáticas que recorre. Las preguntas sobre la vida. Las decisiones. Los mandatos que pesan…

Esta gallina, este animal doméstico, camina el territorio de las páginas impulsada por su “voluntad/ de abjurar La Sombra.”, ¿se habrá quitado la venda? ¿o está decidida a caminar a ciegas y, aún así, con paso firme, a encontrar… reconocer… y conocer? Nosotros, los lectores, vemos sus Huellas, no sabemos nada más de su trayecto solitario, solamente conocemos los rastros que quedan. Evidencias que atraviesan las tres partes que componen el libro: la primera, “Huellas urbanas”, la segunda “Huellas domésticas”, la tercera “Huellas silvestres.

En estas primeras “Huellas urbanas”, el vector gallina atravesó el plano, cada pisadita es un poema. A medida que vemos los rastros comprendemos que la ciudad, cualquiera sea su nombre, es la misma y aquella que se distingue y se nombra en un momento, es la que sirve para cristalizar el símbolo, por eso elegí para leer el poema

Atardecer en Puerto Madero

“Tal vez sea por esto

que pensar en un hombre

se parece a salvarlo”

Roberto Juarroz


Murallas de luces, los hialinos edificios de la capital.

Donde no se refleja la pequeña sombra

de mi pena, aquí,

debajo.

Rabian los autos, sus bocinas envuelven

como red impalpable. Acuna lo que aturde:

a este sonido lo soñó la pampa nunca.

Animales de mi siglo, regurgitación de humos

y venenos. Rodean y esquivan la figura

leve que en el piso se enquista.

Quién esperaba el tiempo donde apenas

conjetura una estrella y lo peor: contagia

la atmósfera su indiferencia a cada cosa.

Si el mundo se extinguiera y mi corazón

se deshojara como una rosa fría

seguirían todos su camino en el aire

sin demorar el ojo su pestañeo impasible.


En la segunda parte “Huellas domésticas”, la gallina está puertas adentro, en la casa que transita hay un jardín, muchas ventanas, el ambiente de la cocina y un lugar donde tomar el té… La casa… Espacio de recogimiento y de reflexión, tanto como de imaginación y posible violencia paciente. También hay espera, recuerdo, cálculo. Mientras permanece allí, piensa en los relojes y en las hojas de los árboles y en las flores, ese retazo de mundo, ese retazo de naturaleza controlada.

Elegí para compartir el poema


Opresión en sepia

Cuando la casa reposa de sus ruidos y hechuras

los relojes traman estrategias.

Durante el día cualquier cosa

los oculta y aquieta.

Viento en los cristales, puertas

que los espíritus abren, pájaros y niñas

al lado en disputa

por el color más bello del mundo.

Si la naturaleza calla y los monstruos urbanos

por derrota o cansancio se repliegan,

bajo los techos acometen

con sus espadas los relojes.

Es preciso por azar despertarse

a la hora que la serenidad invade y las terrazas

se manifiestan apenas por el paseo de un gato,

para descubrir el unísono. Irrefrenable

coro, letanía perfecta.

Un minuto tras otro cae en ningún sitio, lejos,

mientras en el lecho tranquilos olvidamos

la traición que se acentúa cada noche.

Los relojes se alimentan del silencio y el descuido

de los humanos

para correr su eterna carrera contra el universo.

Nosotros, convidados de piedra.

Víctimas de antiguos y nuevos mecanismos,

de lo que en la pared pende o en la mesa de luz

poco a poco

nos horada y despoja.

Ya las niñas no dicen turquesa o azulado.

Son mujeres retratadas en sepia, el color que los relojes

inventaron.


En la tercera parte “Huellas silvestres”, la naturaleza se vivencia como turista, como testigo. Un paisaje habitado por los otros: los minerales, los animales, los ancestros, los que crecieron entre la hierba y el agua, acunados por el viento. Allí, el poema se vuelve rugido y bocanada. De este conjunto elijo


Plegaria al Paraná

“Ah, luminoso río,

grandes amores no se ahogan en remansos.”

César Bisso


Lejos de esta tierra negra llevame, en lodo

arrastrada. Con el lomo

al sol entre lecho de limo, raíces de sauces,

helechos. Cañas rotas y redes

que carcomió la pérdida.

Frágiles instrumentos de varones rudos,

desde botes minúsculos enfrentan remolinos

y a veces se sumergen. Huye así

la única llave del sustento. De estos hombres

tristes llevame, Paraná.

De sus pescas generosas con réditos mezquinos,

de quienes los despojan alejame

como a los camalotes, sustraída

del puerto y sus emporios. A los balaustres

de la costanera, los yates sin mácula

que brillan obscenos con la luz del mediodía

los desea mi olvido, ya espera lo pasado.

Paraná,

hasta el océano de hipocampos y medusas.

Playa vacía, de fina arena,

donde el que hoy al lado mío mira

partirá.

Para el amor que tu curso une al mar,

la promesa más vana. Lo quiero

feliz de creerla posible.


Para terminar, me queda por decir que esta gallina será muy ciega pero no es inocente: Cada abordaje es fértil. En cada lectura se renueva. Cada palabra tiene una huella."

Imagen de tapa: Daniel García

domingo, noviembre 01, 2009

El cactus

Aquel cactus recordaba los desesperados gestos de la escultura:
Lacoonte acorralado por las serpientes,
Hugolino y los hijos hambrientos.
Evocaba también el seco nordeste, palmeras, suelo árido...
Era enorme, aun para esta tierra de grandezas excepcionales.

Un día, un huracán furibundo lo arrancó de cuajo.
El cactus cayó en mitad de la calle.
Rompió las empalizadas de las casas,
Impidió el tránsito de tranvías, automóviles, carros,
Arrancó los cables eléctricos y durante veinticuatro horas privó a la ciudad de iluminación y energía:
Era bello, áspero, intratable.


poema de Manuel Bandeira, del libro Libertinagem, traducción de Santiago Kovadloff

lunes, octubre 26, 2009

así... del coyote... a la luna...

Si te dicen que caí
es que caí.
Verticalmente.
Y con horizontales resultados. Soy, del ángulo recto
solamente los lados.
Ignoro el arte monumental del sesgo,
esa torsión ornamental del héroe
que hace que su caer se luzca como un salto.
Ese rizo del mártir que, ascendiendo
se sale de la víctima
y su propio tormento sobrevuela
no es mi especialidad. Yo, cuando caigo,
caigo.
No hay parábola
ni aire, ni fuerza de sustentación.
Un resbalón: espero. Al suelo llego
por la ruta más breve.
Un alud, una piedra,
una viga a la que han dinamitado.
No hay astucias del cuerpo en mi descenso.
Se sobrevive: el fondo
del abismo es más blando
para quien no vuela, sólo cae.
Si te dicen que caí,
no vengas
a enseñarme aerodinámica revisionista.
No me cuentes de los que cayeron venciendo.
No vengas a decirme
que no crees que haya sido un accidente.
En lo único que creo es en el accidente.
Lo único que sabe hacer el universo
es derrumbarse sin ningún motivo,
es desmoronarse porque sí.

La caída, Beatriz Vignoli, de su libro "Viernes" (ed. bajo la luna, octubre de 2001)

domingo, octubre 04, 2009

sigo...

no, no me voy. No doy excusas, apenas alguna explicación sin ser explícita.
La vida, y todo lo demás, me transforma en testigo de la pantalla.
Repartir el tiempo: lo hago lo mejor que puedo.

No me quejo.

No me lamento.

Paciencia...

viernes, junio 26, 2009

obituario

el combinado funcionaba todavía cuando cumplí diez años (1984). Entonces, me regalaron un grabador-reproductor, es decir, un aparato para escuchar casettes y grabar lo que quisiera. El obsequio llegó con dos cintas: "Fama", con canciones de la serie y "Thriller", de Michael Jackson. Era escucharlos una y otra vez. Cantar por fonética y aprender inglés de a poco para entender las letras. El disco de Jackson me enamoró por su ritmo, me llevó a bailar lugares nuevos de mi cuerpo! Me conmovía. En mi primera infancia bailaba con los Jackson Five, veía los dibujitos, me encantaban... Esos, y los del "cohete destartalado, despegandooooooo..." Y cuando crecí un poquito, es decir a los diez, y el pequeño Michael sacó "Thriller" era una alegría sentirme acompañada por esas canciones: estábamos creciendo juntos. Las cosas cambiaron cuando empezó a hacerse cirujías. Todo en él se volvió hostil, ya no lo disfrutaba. Pero cuando salió el simple "Dirty Daiana"... uf... qué calor... Lo cierto es que ya no eramos los mismos.
Estoy triste. Me apena la muerte de ese muchacho de cincuenta años y no sé si quiero conocer la respuesta a la pregunta sobre qué fue lo que le pasó, qué fue lo que hizo que se quebrara, qué fue lo que disparó su metamorfosis y su encierro. Me acuerdo que hubo un tiempo en que decir Michael Jackson era mala palabra; todos se ocupaban de juzgarlo y su nueva imagen extraña parecía desmerecer todo lo bueno que él había hecho y que era capaz dar musicalmente. Cuando miro el video que grabó con Olodum, no recuerdo que después de eso haya desplegado su vitalidad ni su talento. Me entristece que no haya podido cumplir con sus últimos proyectos. Pobre, pobre Michael...

viernes, mayo 01, 2009

junco y capulí

Hasta el 11 de mayo pueden encontrar títulos del sello junco y capulí en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires en el stand de Santa Fe, ubicado en el Pabellón Azul, Calle 16, stand 320.

Gracias por invitarnos!

miércoles, marzo 25, 2009

Fiebre negra: Los afroargentinos en la tierra fértil de la ficción

La historia de la esclavitud en Argentina es una página que está escribiéndose. Poco se sabe acerca de cómo llegaban los esclavos negros a nuestro país, desde qué lugares, cómo vivían, cuáles eran sus tareas dentro de la economía regional y nacional. Se sabe, sí, que la Asamblea del año XIII declaró la Ley de Libertad de Vientres, por la cual todos los hijos de esclavas nacidos a partir del 31 de enero de 1813, nacían como hombres y mujeres libres. Sin embargo, teniendo en cuenta que la esclavitud fue abolida en 1853, se abren numerosos interrogantes. Los registros de los censos de la primera mitad del siglo XIX, señalan que la comunidad de origen africano era el treinta por ciento de la población de la ciudad de Buenos Aires. Entonces, ¿cómo es que ya no se ven negros argentinos en Buenos Aires? ¿Y en el resto del país? Preguntas que se hilvanan y que, en parte, fueron el motor de Miguel Rosenzvit a la hora de escribir su novela “Fiebre negra”, un relato de ficción histórica totalmente verosímil. Narrada con saltos temporales entre 1820 y 2008, la novela cuenta la historia de amor de Valeria Beltrán, hija de amos blancos, y de Joaquín, hijo liberto de una esclava de esa familia. Dicho relato se entrelaza con la búsqueda de Diana, una joven antropóloga, que en la actualidad investiga el pasado escondido en una mansión de su familia deshabitada desde 1871, año de la fiebre amarilla que asoló Buenos Aires. Sobre todo esto, cuenta Miguel Rosenzvit en este diálogo.

¿Cómo surge tu interés sobre el tema de la población negra de Buenos Aires?

Surge a partir de la sospecha de que los argumentos de la historia oficial que explicaban la supuesta extinción de los negros de Buenos Aires eran falsos, o en el mejor de los casos, verdaderos sólo en su formulación. Porque decir que los negros murieron en las guerras, aunque es cierto, no alcanza para explicar su desaparición de la escena demográfica argentina. En cuanto a los falsos argumentos, son variados y algunos alcanzan niveles de ridículo sorprendentes para el desarrollo de la ciencia y la investigación histórica y antropológica que alcanza hoy la humanidad, por ejemplo que los negros murieron porque no soportaban el clima. Mentiras como éstas, tan bien enhebradas desde un proyecto de construcción de país obsesionado hasta el racismo por la europeización de Argentina, empiezan a deshilacharse con sólo echar una mirada apenas aguda en la actualidad. Y eso, para un escritor, es una motivación muy importante. Allí donde se escondió la verdad durante tanto tiempo, se esconden también los secretos que permitieron enmascarar la realidad. Y son esos secretos los que se ofrecen como tierra fértil para imaginar, desde la ficción, una Buenos Aires distinta, donde el frío número de los censos de la época, que arrojaban una población negra superior al 30 por ciento, se haga carne en personajes que vivieran en una ciudad así, antes que nada, llena de negros.

¿Por qué elegiste la voz de una mujer (Diana) para contar la actualidad y en primera persona?

El hecho de que el personaje de Diana, la antropóloga que investiga la historia escondida detrás de la casa que hereda, fuese mujer, fue una necesidad narrativa. Como heredera, la une un vínculo familiar con Valeria. Y a medida que Diana reconstruye el lugar que sus antepasados ocuparon en la construcción del destino que le tocó a los negros de Buenos Aires, se sentirá involucrada desde una profundidad de su ser que no había podido sondear hasta entonces. Quise que se unieran, ya que lo estaban desde lo blanco de la piel, también desde la femineidad, y desde la mirada que ese blanco y esa femineidad constituían. En cuanto a las dificultades técnicas que surgen en la construcción de una voz femenina desde un autor masculino, creo haberlo disfrutado como un buen desafío y haberlo sorteado con aceptable suerte.

¿Los personajes de la novela están basados en personas reales?

Bueno, creo que, cuando una novela explora hechos que tienen una vinculación significativa con la investigación histórica surge la tentación, la comercial tentación, de revelar detalles de la intimidad de algún prócer o de algún personaje famoso. No es el caso de Fiebre negra, aunque, naturalmente, los hombres y mujeres que tenían una presencia insoslayable en aquellos días puedan aparecer en un segundo plano. Pero sin dudas que vínculos similares al de Joaquín y de Valeria, vidas en común signadas por la atracción y al mismo tiempo por el rechazo, existieron en la Buenos Aires de entonces. Creo que la tarea del novelista es comenzar desde un hecho disparador, en este caso por lo polémico, diferente y oculto: la presencia masiva de afroargentinos en la Buenos Aires del siglo XIX. Y luego, narrar la historia privada y conflictiva de sus personajes. Así, sin proponérselo desde el dictado consciente, los datos de la realidad y la investigación se inmiscuyen en la prosa. Por ejemplo, días atrás me preguntaban si el primer capítulo, en el que Joaquín y Valeria nacen casi simultáneamente, era una forma de denunciar las pésimas condiciones sanitarias a las que eran sometidos los esclavos y libertos de entonces. De inmediato respondí que no. Que mi novela no era en sí una denuncia. Pero luego me di cuenta de que yo conocía este dato terrible: la mortandad infantil, que suele medirse en tanto por mil, era, para la población negra, del 50 por ciento. Es decir, que uno de cada dos hijos de esclavas morían antes de cumplir el primer año de vida. Seguramente ese dato tiñó de notas amargas la prosa de ese primer capítulo que es, en sí mismo, creo, para nada amargo, y más bien vital y vigoroso.

¿Cuáles fueron las fuentes con las que trabajaste para tu investigación? ¿Durante cuánto tiempo?

La investigación en sí me tomó unos 5 años. Menos porque el desarrollo de la novela lo exigiera (mal la pasarían los novelistas si fuera así) que por la pasión y la curiosidad que despertó la pregunta por el destino de los negros de Buenos Aires. Las fuentes fueron diversas. En principio, las que referían puntualmente a la cuestión de los afroargentinos. (George Reid) Andrews, (Néstor) Ortiz Oderigo, (Ricardo) Rodríguez Molas, por nombrar sólo algunos. Luego, ciertos textos de (Domingo F.) Sarmiento, (Juan B.) Alberdi, (Lucio V.) Mansilla, (Eduardo) Wilde, para entender, para empezar a entender, la fanática pasión blanqueadora de quienes tejían los destinos de la patria. Y finalmente, textos algo más secretos, de esos en los que se esconden las perlas y que develan una mirada subjetiva, menos tendenciosa, y por ende, para los fines de corroborar la presencia afro en el siglo XIX, más honesta; por ejemplo las descripciones de los viajeros que visitaron nuestro país y describieron a la población de entonces.

Más allá del interés que este tema despierta en vos ¿sentís, o creés que haya, algún tipo de influencia de la cultura afroargentina en tu literatura?

Absolutamente. Creo que la hay en toda producción cultural que surja en estas costas. Y en mi caso en particular es, además, consciente y anhelada. El ritmo, el tambor, la percusión me subyugan y dictan muchos de mis textos. En mi más temprana juventud, me perdía recreos enteros, solía quedarme en el aula buscando ritmos y timbres en los pupitres del aula vacía y, por eso, indulgente. Hasta que el timbre, chillón y monocorde, abortaba la sesión. Ojalá mis textos merezcan esa influencia, y mis palabras signifiquen saltando desde el ritmo.

Miguel Rosenzvit nació en Buenos Aires en 1969. Es autor, entre otros, de los libros de poemas Caminos de piel y barro y Vértigo taciturno; de los libros de cuentos El oficio de los ojos y Cuentos vísperos y de las novelas El inspirado muchacho Rosantes de Mataderos y En el nombre. Fiebre negra fue elegida novela finalista del Premio Planeta, por un jurado integrado por los escritores Marcos Aguinis, Marcela Serrano, Osvaldo Bayer y el editor Carlos Revés.


Entrevista realizada por email por Mercedes Gómez de la Cruz