El pasado mes de noviembre en la presentación de Roca Madre, en Rosario, la escritora y docente Lila Paolucci compartió su lectura de mi libro.
Gracias Lila por estas palabras y el enredo de su trama.
de Mercedes Gómez de la Cruz
Noviembre, 2019
Son muchos los escritores —Carver, Borges, entre ellos— que han comparado la escritura de un cuento con la de un poema. El poema, dice Faulkner, es la forma más demandante, después viene el cuento y, por último, la novela. La exigencia formal que liga al cuento con el poema tiene que ver con algo que ya es una frase hecha y que dice que en un buen cuento y en un buen poema no debe faltar ni sobrar una sola palabra, como si fueran artefactos de precisión, relojitos suizos.
Algo de cierto hay en esa idea, pero si la traigo a colación es sólo porque resultó ser para mí, mientras pensaba en cómo hablar de Roca Madre —gran desafío para una lectora ferviente, pero poco avezada en la poesía—, la punta del ovillo para otros interrogantes que contemplan los mismos artilugios, pero considerados desde un ángulo distinto: ¿qué pasa desde el punto de vista de la lectura? ¿son diferentes las expectativas, las exigencias, las estrategias al momento de leer un cuento o un poema? Leer un poema, ¿demanda una sensibilidad específica?
En una conversación con Susan Sontag que tuvo lugar en la Feria del Libro de Buenos Aires de 1985, en la discusión sobre las diferencias entre prosa y poesía, Borges alegaba que las diferencias no son de los textos en sí, ni tampoco de las estrategias de lectura que demandan, sino de la experiencia singular de cada lector, lectora, lectore. «Hay tantos tipos de lectores como lectores hay en el mundo», concluyó.
Marcel Proust, a su vez, afirmaba que la lectura recibe su dignidad de los pensamientos que despierta. Esta idea es retomada por la antropóloga y escritora Michèle Petit en un libro delicioso que se llama Leer el mundo (FCE, 2015). Petit dice así:
"Allí donde la experiencia de la lectura es quizá irremplazable es cuando abre los ojos y suscita ese pensamiento vivo, en movimiento, cuando trae ideas, sugiere acercamientos insólitos, inspira, despierta. (...)
"Esta experiencia no se da cada vez que tomamos un libro, ni mucho menos, pero es tal vez lo que muchos lectores fervientes buscan en ella, de manera más o menos consciente, esos momentos de revelación, siempre fugaces, en los que el mundo es como nuevo, intenso, en los que encontramos un lugar poéticamente, en los que vemos lo que no veíamos, en los que estamos atentos, receptivos a lo que nos rodea, así como a los pensamientos que se nos ocurren."
Entonces, en esos momentos, el libro, sin distinción de género, empieza a formar parte de nuestro universo personal, se inscribe en nuestra trama de relaciones textuales, intelectuales, afectivas. Episodios como los que narra Petit sucedieron durante la lectura de Roca Madre. Intentaré dar cuenta de tres.
1.
Una maestra
en los años 40
en el campo
se resigna a ser
ejemplo de escritura diestra
mientras escribe con la siniestra mano,
sus cartas de amor.
Yo leo, condensada en siete versos, toda una historia. Y es tan potente porque es una historia compartida. Todas —todes, todos— conocemos a esa maestra. Todas conocemos la letra de esa maestra. (Es la letra de mi mamá, que la calcó de la letra de la Señorita Morosini, su maestra de primero inferior a sexto grado). Todas conocemos los motivos de esa resignación. Todas imaginamos qué cartas de amor se escriben con la mano izquierda. Y todas sabemos que esa escritura es su margen de maniobra, no porque el amor vaya a salvarla, sino porque al escribir eso que es propio se transgrede la norma, y todas necesitamos de su desobediencia. De esos gestos descarriados se compone nuestra mitología.
2.
A la siesta siempre había un nacimiento:
Andrea del Boca paría con dolor
un hijo de Silvestre, un varón, buena semilla, y
a la Turu o a mí nos nacía
con esfuerzo una muñequita, después
de haber corrido engordadas de almohadones.
El segundo capítulo de mi educación sentimental: las novelas de la siesta, a las que miraba clandestinamente. «No son cosas para chicos», decía mi abuelo. Le molestaban las escenas «de amor». Pero quizás también deplorara las escenas de parto, tan fidedignas a la condena del Génesis del buen Dios. Escenas caóticas, estridentes, sin ritmo ni felicidad.
La última línea del poema es una pregunta, que orbita el poema (y otros poemas del libro): ¿Cómo habíamos llegado a ese estado de cosas? El interrogante parte de la anécdota del juego de la siesta y nos interpela en nuestra historicidad.
En Calibán y la bruja (Tinta Limón, 2016), la filósofa e historiadora italiana Silvia Federici recorre la historia de la transición del feudalismo al capitalismo desde un punto de vista feminista. Cuando, en el capítulo segundo, se refiere a las crisis demográficas en Europa de los siglos XVI y XVII, aporta una serie de datos muy pertinentes en relación al «¿Cómo habíamos llegado a ese estado de cosas?». Dice Federici:
"(...) la principal iniciativa del Estado con el fin de restaurar la proporción deseada de población fue lanzar una verdadera guerra contra las mujeres, claramente orientada a quebrar el control que habían ejercido sobre sus cuerpos y su reproducción. (...) esta guerra fue librada principalmente a través de la caza de brujas que literalmente demonizó cualquier forma de control de la natalidad y de sexualidad no-procreativa, al mismo tiempo que acusaba a las mujeres de sacrificar niños al Demonio. (...)
"Como consecuencia, las mujeres comenzaron a ser procesadas en grandes cantidades. En los siglos XVI y XVII en Europa, las mujeres fueron ejecutadas por infanticidio más que por cualquier otro crimen, excepto brujería, una acusación que también estaba centrada en el asesinato de niños y otras violaciones de las normas reproductivas. La sospecha que recayó también sobre las parteras en este período —y que condujo a la entrada del doctor masculino en la sala de partos— proviene más de los miedos de las autoridades al infanticidio que de cualquier otra preocupación por la supuesta incompetencia médica de las mismas.
"Con la marginación de la partera comenzó un proceso por el cual las mujeres perdieron el control que habían ejercido sobre la procreación, siendo reducidas a un papel pasivo durante el parto, mientras que los médicos hombres comenzaron a ser considerados como los verdaderos «dadores de vida» (...). Con este cambio empezó también el predominio de una nueva práctica médica que, en caso de emergencia, priorizaba la vida del feto por sobre la vida de la madre. Esto contrastaba con el proceso de nacimiento que las mujeres habían controlado por costumbre. Y, efectivamente, para que esto ocurriera, la comunidad de mujeres que se reunía alrededor de la cama de la futura madre tuvo que ser expulsada de la sala de partos, al tiempo que las parteras eran puestas bajo vigilancia o eran reclutadas para vigilar a otras mujeres."
3.
Una persona
cuelga de mi pierna
mientras preparo la cena.
Como esos pesados en el boliche que
se cuelgan de tu cuerpo. O que al pasar
te besan la mano o el hombro.
Asombrada
tiro lejos
los taper y sus tapas
para ver si se distrae y me deja
terminar de hacer la comida, mi hija.
Asombro —en tanto admiración y extrañeza— produce este poema. La comparación insólita es, no obstante, la más justa. Esa pesadez, ese fastidio, de moverse con lastre, sea muchacho en el boliche, sea hije por la casa. El poema se siente en el cuerpo, tanto que creo ser yo la que lo escribe.
Frente al nuevo obstáculo, una apela a los recursos de los que dispone, muchas veces, hasta entonces, desconocidos. Tirar algo lejos para que se distraiga. «Andá a la esquina a ver si llueve». La tarea titánica de lidiar con el aburrimiento ajeno. ¿Cuántas veces quedamos pasmadas frente a lo que hacemos por, para, con, a causa de les hijes? En esos gestos vamos urdiendo nuestras tretas —recursero insólito— frente a una perplejidad que no se resuelve. «La maternidad es rock», dice Mercedes.
De estos fulgores vivos hay otros en el libro. También hay más preguntas —las preguntas son constantes en los textos de Mercedes Gómez de la Cruz—, como si los poemas se negaran a terminar allí, en el salto de página, y fueran a inmiscuirse en nuestros asuntos, a colarse en nuestros días.
Yo misma comencé preguntándome por las diferencias entre prosa y poesía, entre cómo se escriben y, sobre todo, cómo se leen, en su especificidad, la una y la otra. No llegué a conclusiones firmes. En cambio, sí puedo afirmar es que la lectura de Roca Madre es una verdadera experiencia, una en la que las palabras más que inventar realidades, vienen a iluminar intimidades y, asimismo, vivencias sororamente compartidas. Porque, en definitiva, es muy probable que, como anota María Teresa Andruetto, todo dependa de la relación entre las palabras, del modo en que una escritora —escritor, escritore— se vincule no con el vocabulario, no con la sintaxis, ni con la estructura, sino con el lenguaje como lugar de reunión, de comunión con quienes leen (La lectura, otra revolución, FCE, 2014).
La lectura nos acerca a lo común mientras que nos calza otros zapatos y nos lleva a aventurarnos en insólitos ríos. Hay veces en las que la correntada nos sacude, nos conmueve, nos confirma y, cuando finalmente nos devuelve a la orilla, traemos en el pelo, enredados, unos poemas.